martes, 23 de junio de 2015

Cómo evitar gritar a tus hijos

Cómo evitar gritar a tus hijos

Hasta el padre o la madre más centrados pueden tener un mal día. Hasta el niño más obediente puede hacer alguna vez una travesura que nos saque de las casillas. Pero reaccionar frente a un conflicto con violencia no es la manera de hacernos respetar por nuestros hijos.
Los padres somos las personas más importantes y las figuras a imitar en la vida de nuestros hijos. Tenemos la capacidad de construir en ellos la confianza en sí mismos y hacer que respeten las normas para convertirse en personas de bien. Pero también tenemos el poder de dañarlos profundamente con nuestras palabras, así como con el modo en que se las decimos. ¿Cómo podemos evitar los gritos, los insultos y frases hirientes cuando un niño se comporta mal?
Lo primero es comprender que los gritos resultan contraproducentes. En lugar de enseñarles a nuestros hijos disciplina, terminan por volverlos más rebeldes. A medida que los gritos se convierten en algo habitual para el niño, se vuelve necesario elevar aún más el tono de voz y las palabras negativas o amenazantes. Nuestra autoridad se va debilitando progresivamente, y la relación con los hijos se resquebraja. Además, los niños a los que se les grita o se les maltrata aprenden a gritar y a maltratar a los demás. Por supuesto, que frente a nuestros hijos debemos mandar nosotros, pero la nuestra debe ser una autoridad positiva, que marque las malas conductas sin estigmatizarlos como personas. Así, en lugar de decirles “siempre tan desordenado, tu cuarto es una pocilga”, deberíamos optar por una frase como “es necesario que ordenes tu cuarto, así podrás encontrar los juguetes en su lugar cuando quieras volver a jugar con ellos”.
Claro, que si hemos tenido un día difícil en el trabajo o con la pareja y, para colmo de males, el niño nos espera con la casa revuelta, es difícil contenerse en decir algo inadecuado o hiriente. Para ello, lo mejor es no decir nada, respirar hondo y contar hasta diez. Estos pocos segundos nos ofrecen la perspectiva real del problema y nos ahorran gritar frases de las que después nos arrepentiremos. Es preferible que sea el mismo niño el que reconozca lo que hizo mal. Si lo llamamos y le decimos “ven aquí, observa tu cuarto, ¿cómo se encuentra? ¿Qué me prometiste que ibas a hacer después de jugar?” es más probable que el niño termine ordenando que si le gritamos y lo amenazamos con un castigo.
Para lograr una comunicación fluida con nuestros hijos, donde prime el respeto y el entendimiento mutuo, es necesario que nosotros los adultos, aprendamos a ponernos en su lugar. Una escucha activa al niño, en la cual le demos importancia a sus sentimientos, nos ayudará a comprender los motivos detrás de aquellas conductas que encontramos reprobables. En lugar de regañarle diciendo que es un holgazán, que no quiere ir al colegio, preguntemos qué le ocurre. Tal vez tenga dificultades con algún área de estudios, o se haya peleado con su compañero de pupitre. Entonces estaremos en condiciones de ayudarle.
Tampoco debemos ser permisivos. Marcar hábitos y normas también es dar amor. Por eso, cuando pongamos un límite a nuestros hijos o señalemos una conducta reprobable, debemos transmitirles que de ningún modo está en juego el cariño que sentimos por ellos. Finalmente, si, pese a todo, tenemos un arranque de ira y soltamos gritos e improperios al niño, podemos reparar, en parte, el daño reconociendo nuestro error y pidiéndole disculpas. A todo padre le puede ocurrir alguna vez, y aceptar que somos seres humanos falibles no nos debilita frente a nuestros hijos, sino todo lo contrario.

De todas maneras, como suele pasar casi siempre, es mejor prevenir que curar. Así pues, para evitar estos momentos de tensión y enfado con nuestros hijos es importante que les enseñemos lo qué pueden hacer y lo que no, y cómo deben hacerlo.