martes, 6 de marzo de 2018

Por qué se agreden los estudiantes como pasó en Medellín?

El experto en educación, Julián De Zubiría Samper, analiza los hechos sucedidos en el INEM de Medellín. “Lo más triste de esto es la presencia de las demás compañeras, mientras grababan, se reían y se burlaban de la víctima”.


Un video en el que una estudiante de doce años del INEM de Medellín es apuñalada por unas compañeras se viralizó en las redes. Es difícil contener el llanto cuando se observa una situación tan dramática y triste: La niña es inmovilizada, al parecer por alguien mayor, mientras una compañera le corta el pelo y le clava un arma blanca en su pulmón. Hoy la estudiante está fuera de peligro y las autoridades en Medellín están analizando la situación para tomar las medidas correspondientes. Aun así, quisiera partir de este doloroso hecho para reflexionar a partir de algo que refleja dramáticamente una tragedia a la que no le hemos prestado la atención que merece: la enfermedad de la intolerancia, que se enquistó en las últimas décadas en la sociedad colombiana y que ha sido maquiavélicamente alimentada con propósitos electorales, que terminan siendo de una crueldad similar a la de las niñas que clavaron un puñal a su compañera.

La ira ha terminado por enceguecer a amplios grupos de personas en el país y la adicción al poder ha llevado a algunos políticos a concluir que “todo vale” si de lo que se trata es de mantenerse o de retornar al poder. El propio Nicolás Maquiavelo se sonrojaría de ver lo que son capaces de hacer algunos políticos colombianos.

Según Medicina Legal, en Colombia la mitad de los homicidios que se cometieron entre los años 2014 y 2015 fueron perpetrados por alguien que conocía a la víctima. Previamente, los victimarios habían interactuado de diversas formas con ellas. Por lo general, eran el esposo, un amigo, un familiar o un vecino. En la mayoría de los casos, las agresiones mortales se presentaron mientras los implicados se encontraban departiendo o tomando licor en medio de una actividad deportiva o recreativa.

La guerra y las mafias destruyeron el tejido social y debilitaron la confianza. A consecuencia de ello, dejamos de lado la empatía, no aprendimos a escuchar los argumentos, a ponernos en el lugar de los otros; y mucho menos, a respetar a quienes piensan, sienten o viven de manera diferente a nosotros.

Es triste reconocerlo, pero una de las marchas más grandes de los últimos años en el país se adelantó en agosto de 2016 con el fin de garantizar que los colegios no tuvieran que acatar la Constitución Nacional de 1991 y pudieran excluir a los homosexuales de sus aulas. Es la consecuencia oculta de haber construido una de las sociedades más excluyentes, desiguales y segregadoras. Según las Naciones Unidas, somos el segundo país más inequitativo de América Latina y el sexto en el mundo. Pero la mayoría de los colombianos no lo sabe; peor aún, cuando se entera, le es indiferente.

La Encuesta Mundial de Valores del año 2015 destaca que en Colombia tan solo confiamos en el 4% de las personas que nos rodean, en tanto esta misma pregunta es resuelta favorablemente por el 63% de los habitantes de China y por el 67% de los de Suecia. Mientras no cambiemos esto, no será posible construir una nación que respete el carácter sagrado de la vida. El trabajo en equipo y los proyectos nacionales no serán viables mientras no elevemos la confianza entre los colombianos.

Por ello, lo que más entristece del criminal acto de matoneo de las estudiantes que salían en días recientes de su jornada escolar en Medellín es que éste se realizara en presencia de las demás compañeras, mientras grababan, se reían y se burlaban de la víctima. Cuando esto pasa es porque la sociedad tocó fondo y se acostumbró a los actos de violencia, los cuales termina por considerar “naturales”. Sociológicamente, lo que sucede es que, como en Colombia han sido tan frecuentes las violaciones a los derechos humanos, los secuestros, los actos terroristas y los asesinatos, los colombianos hemos terminado por “endurecer el corazón” para no afectarnos ante cada nueva masacre o ante el uso de la motosierra para partir en pedazos a un líder social que alguien con mucho poder en la zona quiere desaparecer. Por ello, cuando vemos en la calle un robo, una agresión o un despojo, la mayoría de colombianos somos indiferentes. Miramos para otro lado y continuamos nuestra marcha. No actuamos, somos indolentes.

Por eso, aunque estemos ante la organización de un macabro y sistemático plan de asesinato de líderes sociales, el país todavía no ha sido capaz de protegerles la vida. El propio ministro de defensa, de la manera más irresponsable, señaló que el problema era en realidad un “lío de faldas”. Vaya lío, porque cientos de líderes que luchan para que les devuelvan la tierra expropiada en la guerra y revendida a ganaderos de las zonas han sido asesinados en los mismos lugares en los que previamente hacían presencia las FARC. Como también lo han sido los líderes ambientalistas que se oponen a la llegada de la minería ilegal o cultivadores de coca que los narcotraficantes envían como “carne de cañón”. En total, más de 180 líderes han sido asesinados en los dos últimos años y el país continúa indiferente. Razón tenía Gandhi cuando decía que no le preocupaba la maldad de los malos, sino la indiferencia de los buenos.

Es imposible en una pequeña nota periodística rastrear los diversos elementos que nos llevaron a una situación de semejante indolencia ante la muerte, pero, sin duda, un elemento esencial fue la convivencia con la guerra más larga y cruenta de América Latina durante el siglo XX. La población se insensibilizó frente a la muerte. Por ello, los sicarios cobran tan poco dinero en Colombia. Por eso, la vida ha perdido parte de su valor sagrado, como lo saben 4.732 madres que aun buscan a sus hijos desaparecidos en asesinatos conocidos en la prensa con el eufemismo de “falsos positivos”. Por lo mismo, algunos la arriesgan tan solo para evadir el pago de los $2.300 que cuesta un viaje en Transmilenio.

Se generalizaron las masacres y se volvieron cotidianos actos terroristas y violaciones a los derechos humanos. Llegamos a ser el segundo país con mayor número de secuestrados y de desplazados. La mitad de los líderes sindicales asesinados en el mundo lo fueron en un solo país. Ese país se llama Colombia; y la mayoría no lo sabe o le es indiferente. Una tragedia de magnitudes inimaginables se apoderó del país.

La entrega de las armas, la desmovilización de guerrilleros y el proceso con las FARC no han disminuido el problema anterior. Aunque es difícil de explicar, la intolerancia ha aumentado y no debería haber duda: los intereses electorales explican, por lo menos en parte, este paradójico fenómeno.

En los últimos años un sector de la clase política ha convertido el miedo, la sed de venganza, la mentira y el odio en armas electorales. El miedo ha sido muy utilizado en la historia política mundial. Los dictadores parecen haber sabido siempre que grupos poblacionales con ínfimos niveles de lectura, interpretación y análisis, son fácilmente manipulables. Por ello, la mayoría de los gobiernos autoritarios primero venden miedo y luego se presentan como la solución a los miedos que ellos mismos han creado.

Por lo anterior, el video grabado a las afueras del colegio INEM donde una niña es apuñalada evidencia la enorme irresponsabilidad de quienes han alimentado el odio y la sed de venganza. Su irresponsabilidad es inimaginable y la historia muy seguramente será implacable cuando se haga evidente que lo que hay detrás de esa incitación al odio y la venganza son simplemente estrategias electoreras del más bajo nivel. Ojalá no tuviéramos que esperar décadas para reconocerlo y unas elecciones parlamentarias bastaran para rechazar a quienes nos quieren devolver a un pasado lleno de violencia, odio y exclusiones. Desafortunadamente, un país que lee e interpreta tan poco es fácilmente manipulable con miedos y emociones primarias como las de la ira o la venganza.

Como sabemos psicólogos y educadores, las enfermedades emocionales requieren de mucho tiempo, trabajo conjunto y orientación para sanar; sólo se curan con mediación de calidad y apoyo de los más cercanos. No hay que olvidar que un cambio nunca se logra si el enfermo no es consciente de su enfermedad o si no se esfuerza por superarla. Por ello, comencemos por reconocer que la intolerancia a la que nos han conducido los políticos es una enfermedad de la que los únicos beneficiados son ellos. Según esto, es la sociedad civil con su voto la que de mejor manera puede decidir si continuamos envenenando nuestras relaciones o si nos decidimos por un gran pacto nacional en defensa de la vida y la reconciliación; pacto que debería empezar por garantizar que no sea asesinado ni un solo líder social más, ya que, al asesinarlo, sus victimarios también nos quitan un poco de nuestras propias vidas y de la democracia que decimos defender.

Reconstruir el tejido social y fortalecer la tolerancia son tareas inaplazables para la sociedad colombiana actual. Ello demandará mayor compromiso de los padres, los medios masivos de comunicación, los políticos y los educadores. La educación es el camino para alcanzar la paz, pero ella no sólo está a cargo de los educadores.